Desconocida para el mundo occidental durante cientos de años, la ciudad rosa de Petra prosperó en medio de antiguas rutas comerciales rodeada de altas montañas y accesible por un angosto desfiladero sus notables edificios tallados en la roca han permanecido casi intactos.
En un viaje de Siria a Egipto a fines de agosto de 1812, el joven explorador suizo Johann Ludwig Burckhardt encontró, al sur del Mar Muerto, a un grupo de nativos árabes con una fabulosa historia que contar. Hablaban de “antigüedades” existentes en un cercano Valle oculto llamado Wadi Mousa, el Valle de Moisés.
Disfrazado de árabe, Burkhard siguió a su guía hasta una pared de piedra, aparentemente sólida, que, conforme se acercaban, exhibía una reducida y profunda hendidura. Tras andar 25 minutos por una serpenteante y umbrosa cañada, conocida como Siq, se topó de pronto con la fachada rojiza de un edificio elaboradamente cincelado de 30 m de alto. Adentrándose en la luz del sol, se vio en la calle principal de la antigua Petra, quizá la más romántica de las ciudades “perdidas”. Fue aquel un momento memorable, pues para él el primer europeo en poner pie allí desde los cruzados del siglo XII.
El difícil acceso a Petra ha sido su salvación. Aun hoy sólo se llega a ella a pie o a caballo, y la primera impresión que ofrece es sobrecogedora: dependiendo de la hora, se tiñe de colores rojo, naranja, melocotón, carmesí, gris o café. Los arqueólogos han reconstruido parte de su pasado y desmintiendo la opinión decimonónica de que era una necrópolis, o ciudad de los muertos.
Ciertamente contiene imponentes sepulcros, como las cuatro tumbas reales en los riscos al este del sector central de la ciudad o en el Deir al noroeste, pero las huellas sugieren que llegó a tener por lo menos 20,000 habitantes. La calle principal con su columnata, aún visible hoy, corría paralela al cauce del río del Wadi Mousa, y fue ocupada originalmente por tiendas.
Hay un anfiteatro, construido por los nabateos y remozado después por los romanos, con capacidad para 4000 personas en asientos de piedra agrupados en filas semicirculares.
Un edificio se asocia de inmediato con Petra; es el Khazneh Al Faroun, o Tesoro del Faraón. Bañado por un oscuro brillo rojizo, su pasmosa fachada cortada en la piedra es lo primero que encuentre el visitante al salir del Siq. El nombre se debe a la antigua creencia de que el tesoro de un faraón (quizá Ramsés III, dueño de minas en Petra) ocupaba la urna sobre el monumento; se cuenta que la gente abría fuego para quebrarla y develar el tesoro, sin lograrlo jamás.
El deslumbrante frente labrado del Khazneh, primera visión de la antigua Petra para Burckhardt, reposa al final de una angosta cañada y es la obra maestra de la ciudad. Sus estatuas, nichos y columnas de estilo griego están protegidos del viento, la lluvia y las tormentas de arena por el voladizo de la roca, por lo que parecen recién esculpidos. Como comentó Burckhardt; “Está tan bien conservado que semeja un edificio acabado de construir”.
Aunque el Khazneh data quizás del siglo II después de Cristo, la historia de Petra hunde sus raíces más atrás. Algunas de las ruinas prehistóricas no han sido identificadas, pero se sabe que los idumeos la habitaron alrededor del 1000 antes de Cristo. Según la Biblia, éstos eran descendientes de Esaú, y las referencias del Génesis a un lugar llamado Sela aluden casi sin duda a Petra (“piedra” en griego).
Vencidos por Amaziah, rey de Judá, 10.000 idumeos cautivos fueron lanzados desde lo alto de un peñasco para darles muerte. Se dice que la tumba situada en una colina visible desde Petra es la de Aarón, hermano de Moisés.
En el siglo IV antes de Cristo, Petra estaba habitada por los nabateos, tribu árabe que esculpió muchas de las construcciones sobre la arenisca y ocupó las numerosas cuevas de la ciudad. El lugar era una fortaleza natural; gracias a una serie de canales, disponía siempre de agua y estaba situada en el cruce de dos importantes rutas comerciales: una este-oeste, que unía al Mediterráneo con el Golfo Pérsico, y otra norte-sur, que enlazaba alma Rojo con Damasco. Originalmente pastores, los nabateos, famosos por su honestidad, se adaptaron con rapidez a su nuevo papel como guardianes de las caravanas y comerciantes, beneficiándose con los impuestos que cobraban a los viajeros de paso.
Petra se convirtió así en un gran centro comercial, y los viajeros griegos propagaron noticias de su lujo y riqueza.
En 106 después de Cristo, la ciudad fue incorporada al Imperio Romano y siguió floreciendo hasta el 300, cuando la estabilidad de este comenzó a desmoronarse. Se tienen pruebas de que en el siglo V era sede de un obispado cristiano, capturado por los musulmanes en el siglo VII, para caer luego en la desgracia y el olvido, a medida que localidades más accesibles, como Palmira, al noreste de Damasco, crecían a lo largo de las rutas comerciales.